¿Tengo el valor necesario para intentarlo y fracasar?
Salir de la zona de confort no es fácil
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Estaba escalando una imponente pared vertical, a punto de alcanzar la cima.
Todo iba bien, hasta que un resbalón me hizo perder el equilibrio y caer.
Todo comenzó un día en que unos amigos, entusiastas de la escalada, me invitaron a un rocódromo en una ciudad cercana. Allí estaba yo, con la cabeza inclinada hacia arriba, contemplando aquella inmensa pared que se levantaba desafiante frente a mí. Mis amigos subían con agilidad, seguros, disfrutando, sin un solo tropiezo.
Las alturas me dan vértigo. Solo pensar en una caída me revolvía el estómago.
“No te preocupes, tienes arnés. No pasa nada si caes”, me animó uno de mis amigos.
Pero el miedo era más fuerte; apenas podía respirar de imaginarme allí arriba.
Pasé un buen rato mirando desde abajo. Observaba cómo ellos, y los demás del rocódromo, subían decididos hasta tocar la campana en la cima. Después, se dejaban caer confiados, suspendidos por el arnés y la polea que los bajaba lentamente, con total seguridad. Parecían pasarlo en grande. Todos, menos yo.
Algunas personas parecen nacer para los retos, para las nuevas experiencias.
¿Soy una de ellas? No lo sé.
¿O quizá quiero serlo?
Se acabó mirar. Es hora de actuar.
Me puse el arnés y el casco y empecé a escalar, agarrándome con fuerza a las rocas. Aunque sabía que estaba asegurado, la altura me aterraba. Cada metro que ascendía, la misma pregunta me hacía: ¿Qué hago aquí arriba?
Aun así, seguí subiendo.
La pared se volvía más difícil con cada tramo, hasta que un mal apoyo hizo que mi pie resbalara. Por un instante estuve en el aire. Fue una sensación indescriptible: mi interior se revolvió, un torbellino de emociones. Pero, apenas un segundo después, la polea hizo su trabajo. Sentí un tirón, me sujetó con firmeza y comenzó a bajarme lentamente mientras mi corazón latía con fuerza.
—“Casi llegas, Álvaro. ¡Inténtalo otra vez!”
—“Dame un respiro… y luego hablamos”.
—“Jajaja, lo que quieras”.
Cuando recuperé el aliento, decidí intentarlo de nuevo. Y otra vez. Y otra. Después de varios fallos, finalmente alcancé la cima. El orgullo de haberlo logrado borró por completo el miedo que había sentido al escalar. Bajé con una sonrisa de oreja a oreja, sintiéndome como si hubiera conquistado el Everest, aunque solo hubiera subido una de las rutas más sencillas del rocódromo. Puede que para alguien experimentado no fuera gran cosa, pero para mí había sido un desafío monumental.
El miedo era grande, pero la satisfacción fue enorme.
El momento más aterrador es siempre justo antes de empezar.
Esta experiencia me hizo darme cuenta de algo. No son tantas las veces en las que me pongo deliberadamente en situaciones que desafían mis límites. Hay muchos aspectos en los que soy aún vulnerable, como era mi miedo a las alturas. Todos nos enfrentamos a algo nuevo y, muchas veces, el miedo a lo desconocido nos detiene.
Una de esas escaladas a las que le tuve mucho miedo fue a escribir públicamente.
Era más fácil no intentarlo, evitar el riesgo de un resbalón en forma de crítica o comentario negativo. Así que permanecía en mi zona de confort, donde sabía que era competente, donde el "fracaso" no era una opción porque apenas existían ya desafíos. Pero la vida al final nos empuja hacia los retos, incluso cuando intentamos resistir. Así llegó el momento de escalar el "rocódromo" como escritor.
“Solo hay 1 vida, por lo que si no voy a escalar la montaña que es escribir un libro en este momento, al menos puedo ir haciendo músculo subiendo colinas en internet”.
Al principio, escribía con torpeza y timidez, estaba dando los primeros pasos al subir la pared del rocódromo. No quería ni leer mi propio texto tras haberlo publicado. “¿Qué dirán de mis textos?” “¿Y si a nadie le gusta?”, me preguntaba. Con el tiempo la situación cambió, no es que hubiese perdido toda la inseguridad, sino porque comencé a ver que ser novato, torpe y no conseguirlo a la primera es lo natural.
Es curioso cómo, a medida que crecemos, buscamos evitar ser principiantes.
Los niños, en cambio, parecen vivir con naturalidad la torpeza y los tropiezos. Ellos caen, se levantan, y aprenden. Nosotros, los adultos, nos quedamos demasiado tiempo en terrenos ya conocidos, olvidando la emoción de crecer a través de experimentar, descubrir, jugar y equivocarnos.
Al aceptar el miedo inicial y reconocer que soy solo un aprendiz, puedo descubrir verdaderamente de lo que soy capaz.
No sabía si sería capaz de subir la pared del rocódromo hasta arriba, pero cada vez que miraba abajo veía a mis amigos animándome. Sabía que era el más torpe y tenía miedo de caerme pese a saber que no me pasaría nada. Me daba un poco de vergüenza, pero eso no es malo, en absoluto, ¿no empezamos gateando cuando éramos bebés?
Los mejores cocineros han quemado platos y se han cortado muchas veces.
Los mejores atletas se han tropezado, lesionado y caído en carreras cruciales.
Los mejores pintores empezaron haciendo bocetos y borrones.
Todo maestro fue un día aprendiz.
Hagas lo que hagas, el momento más aterrador es justo antes de empezar.
✍️ Te toca a ti: ¿Qué miedos te están frenando y cómo vas a enfrentarlos?
💭 Cita del día: ″ Cuando vencemos nuestros miedos, descubrimos un pozo de pasión ilimitada, sin fondo, inagotable.» Steven Pressfield, Do The Work
¡Nos vemos en la próxima, un abrazo! 👋
Qué mensaje tan poderoso! Muchas gracias Álvaro!
Muy bonitas reflexiones Álvaro, gracias ♥️
Es curioso el impacto vital que tiene la aversión al riesgo de la sociedad a la que perteneces... En Estados Unidos se admira la capacidad de fracasar y en España se condena al que se tropieza al intentar escalar el rocódromo 🤷