Te doy la bienvenida a Jardín Mental. La siguiente carta es parte de nuestra colección "Notas de gigantes", en la que exploramos los pensamientos de las grandes mentes de la humanidad.
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🏷️ Categorías: Lecciones de vida, Escritura.
“Lo peor era que en ese punto de la escritura no me servía la ayuda de nadie, porque las fisuras no estaban en el texto sino dentro de mí, y sólo yo podía tener ojos para verlas y corazón para sufrirlas.”
— Gabriel García Márquez, Vivir para contarla.
Esto es para ti.
A quien le dijeron que escribir es un lujo bohemio, no un trabajo serio. Creciste oyendo que está bien, pero deberías buscar “algo de verdad”. Una carrera segura.
A todos les dijeron lo mismo.
Incluso a Gabriel García Márquez —sí, el Nobel, autor de Cien años de soledad, uno de los más grandes de la historia— también enfrentó lo mismo…
Falta de dinero, presión familiar, dudas, miedo al fracaso, perfeccionismo… y esa pregunta que no lo dejaba dormir:
¿Vale la pena seguir con todo esto?
Vamos a recorrer sus duros inicios. Porque nadie empieza en la cima. Incluso los gigantes fueron invisibles alguna vez. Si hoy sientes que escribir es una batalla perdida, que tu voz no cuenta, escúchame:
Estás en el lugar correcto.
Gabriel no nació escritor. Lo eligió. A pesar del miedo.
Se nos cuenta la historia del genio innato como si no hubiera otra opción. Que si no brillamos desde niños. Que si no somos prodigios ya vamos tarde. Pero Gabriel García Márquez no fue un prodigio, ni siquiera pensó en ser escritor…
Soñaba con cantar y tocar el acordeón.
“En mis tiempos en Aracataca había soñado con la buena vida de ir cantando de feria en feria, con acordeón y buena voz, que siempre me pareció la manera más antigua y feliz de contar un cuento.”
Fue en la adolescencia que comenzó a aficionarse por la literatura, algo que sus padres rechazaron desde el mismísimo inicio. Su familia tenía otros planes. En su entorno, ser escritor no era una profesión, sino un capricho bohemio de juventud.
Así le habló la madre cuando él tenía dieciocho años:
“—Prométeme al menos que terminarás el bachillerato lo mejor que puedas y yo me encargo de arreglarte lo demás con tu papá.—
Acepté, tanto por ella como por mi padre. Así fue como encontramos la solución fácil de que estudiara Derecho y Ciencias Políticas…”
Gabriel fue enviado a estudiar Derecho a Bogotá solo para cumplir las expectativas familiares. Nunca terminó la carrera y, tras muchas lágrimas, discusiones e intentos frustrados de su madre por hacerlo recapacitar, él se mantuvo firme.
Cuando ella le pidió explicaciones sobre su abandono, él respondió con firmeza:
“—Pues no sé qué vamos a hacer—dijo su madre tras un silencio mortal—, porque si le contamos todo esto a tu padre se nos morirá de repente. ¿No te das cuenta de que eres el orgullo de la familia?
—Pues no seré nada de nada —concluí—. Me niego a que me hagan por la fuerza como yo no quiero ser.”
Su respuesta es desesperación.
Estaba harto de vivir para complacer expectativas con las que no se identificaba. Él quería seguir su deseo de ser escritor pese a que eso significase una vida sin certezas. Sin ingresos. Sin prestigio. Pero también era elegir la libertad de ser uno mismo.
Finalmente, ella, resignada, lo apoyó en su “capricho” a pesar de todo.
“Si te lo propones podrías ser un buen escritor”
A esto, Gabriel dijo:
“Si hay que ser escritor tendría que ser de los grandes, le respondí a mi madre. Al fin y al cabo, para morirse de hambre hay otros oficios mejores.”
Esa frase lo dice todo.
No era un joven decidido. No tenía siquiera certeza de su vocación. Tenía miedos y dudas que expresaba con ironía. Como cualquiera que haya amado algo con locura, le aterraba intentarlo y fallar. Era solo una persona corriente que amaba las letras.
Como tú. Como yo.
Una vida inestable
En su inicios vivió entre la pobreza y la incertidumbre.
Publicaba notas diarias de prensa y columnas que la mayoría de las veces escribía sin firmar. Era invisible y pese al esfuerzo, él mismo consideraba que sus escritos eran mediocres a causa de su severa autocrítica. Como él contaba:
“Alternaba mis ocios entre Barranquilla y Cartagena de Indias, sobreviviendo con lo que me pagaban por mis notas diarias en El Heraldo, que era casi menos que nada.”
Una vez, hablando de un artículo suyo sobre Edgar Allan Poe, escribió:
“Su único mérito fue el de ser el peor…”
Un día por la calle, una conocida de su familia se escandalizó de verle en aquel oficio que le pareció de mendigos y le dijo con desdén:
“Que dirían si vieran al nieto preferido repartiendo propaganda...”
Era una forma de decirle: has fallado, deja de intentarlo.
Pero para él no era así. Para él, escribir era su forma de entender la vida, el sueño por el que estaba dispuesto a luchar pese a que el mundo lo desanimase.
No encontraba su voz
Si dudas de tu voz, es normal. Gabriel pasó años atrapado en estilos ajenos.
Intentó escribir como los poetas del Siglo de Oro, como los modernistas, como Lorca. En su juventud, era un lector voraz que se enamoraba del estilo de cada autor y trataba de replicarlo. En Vivir para contarla reconoce:
“Había empezado con imitaciones de Quevedo, Lope de Vega y aun de García Lorca. Llegué tan lejos en esa fiebre de imitación, que me había propuesto la tarea de parodiar cada uno de los cuarenta sonetos de Garcilaso de la Vega.
Todo lo que escribía eran imitaciones descaradas.”
Intentó escribir poesía, cuentos, ensayos. Cambiaba de estilo constantemente. Se enredaba en fórmulas que no lo satisfacían. Nada le sonaba bien, todo era fingido. A base de tropiezos e insatisfacción con lo que escribía empezó a forjar su voz.
Este fue uno de sus primeros pasos hacia encontrar su propio estilo. Confesó así:
“La práctica terminó por convencerme de que los adverbios terminados en -mente son un vicio empobrecedor. Me obligaba a encontrar formas más ricas y expresivas. Hace mucho tiempo que en mis libros no hay ninguno.”
Esto le obligaría a encontrar expresiones más ricas, más propias. Más suyas.
Escribir con estilo tiene que ver con eso, con hacer que suene a ti. El oficio de la escritura no es una excepción, como todo artesano, cada escritor tiene su propia caja de herramientas con la que trabajar.
Así se forja estilo, al usar adjetivos, sustantivos y hasta adverbios de manera propia.
Se atascó. Mucho.
La hojarasca, su primera novela, fue un calvario.
Le costó años terminarla. En muchos momentos sintió que el libro no tenía sentido, que no avanzaba, que era solo un círculo vicioso de personajes y tramas.
“Después de un año de trabajo, el libro se me reveló como un laberinto circular sin entrada ni salida.”
Sentía que no había coherencia, nada encajaba en ese montón de páginas que había escrito. Su inexperiencia, propia de un autor joven, dañó su autoestima.
“Lo peor era que en ese punto de la escritura no me servía la ayuda de nadie, porque las fisuras no estaban en el texto sino dentro de mí, y sólo yo podía tener ojos para verlas y corazón para sufrirlas.”
La inseguridad era brutal. Cada página fue una batalla, y cuando al fin publicó el libro, pasó desapercibido. Fue ignorado. Pero en retrospectiva, sabía que La hojarasca era un primer paso necesario.
Era su primer intento serio.
“Un día cualquiera me entregaron en El Heraldo una carta. La hojarasca había sido rechazada. No tuve que leerlo al completo para sentir que en aquel instante me iba a morir. El único consuelo fue la sorprendente concesión final: «Hay que reconocerle al autor sus excelentes dotes de observador y de poeta».”
Su primer fracaso constructivo.
“La hojarasca —rechazada o no— era el libro que yo me había propuesto escribir.”
Como le dijo su amigo Alfonso Fuenmayor tras saber de la noticia:
“Lo único que tienes que hacer desde ya es seguir escribiendo.”
Escribir le daba miedo
Gabriel García Márquez no nació como el gran escritor que conocemos.
Fue un joven inseguro, y ni en la madurez se libró del miedo a escribir. Ese temor no se fue, se volvió parte del proceso. Cada nuevo libro traía el vértigo, la duda de si esta vez sería posible, el miedo de que todo lo anterior solo fuera suerte. No es la confesión que uno espera de un genio, pero ahí está: el miedo a fallar.
“Soy esclavo de un rigor perfeccionista. Pensaba que era responsabilidad, pero hoy sé que era un simple terror, puro y físico.”
No importa cuántos libros lleves escritos.
No importa cuántas veces lo hayas hecho.
Ese terror no desaparece. Se aprende a vivir con él.
Y si hoy estás ahí, escribiendo aunque no tengas un plan, aunque pienses que estás perdiendo el tiempo... No lo estás. Estás haciendo justo lo que hizo García Márquez.
Ya lo decía él mismo:
“El terror de escribir puede ser tan insoportable como el de no escribir.”
Así que escribe.
Por miedo.
Por rabia.
Por amor.
Pero escribe.
Porque nadie nace en la cima.
✍️ Te toca a ti: ¿Pasaste por esa época en la que dudas de tus propios escritos? Yo sí, es algo que siempre vuelve, algo que nunca termina de irse por completo.
💭 Cita del día: «No tenía ningún rumbo, ni esa noche ni en el resto de mi vida.» — Gabriel García Márquez, Vivir para contarla.
¡Nos vemos en la próxima, escribe mientras tanto! 👋
Referencias 📚
Márquez, G. G. (2002). Vivir para contarla.
Me ha gustado mucho recordar y descubrir algunos detalles de su carrera. Gracias Álvaro
Ya ves, siempre nos ponen otros ejemplos, pero este me parece el más apropiado